EL PRIMER CLON. Cap. 2. Promesas de poder.
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Jano_dios

EL PRIMER CLON. Cap. 2. Promesas de poder.

(VER CAPÍTULO ANTERIOR)… Así, unos pocos escogidos experimentaban una metamorfosis desde entidades microscópicas a algo cada vez mayor, creciente hasta alcanzar un tamaño soberbio en algunos casos, monumental en otros.
No era el caso de Solo.

hawai-cielo estrellado
Este vivía en el tiempo en que se acababa de aprobar en algunos países
la clonación de embriones humanos con fines terapéuticos. Por primera vez se
permitía la duplicación del material genético para uso médico e investigación
científica. Los manifiestos antiabortistas daban muestra de sus inquietudes:
–»Una vez que se abra la puerta a la clonación de embriones humanos
se habrán establecido las condiciones necesarias para la creación de auténticos
bebes clonados. Un atentado contra la ética».
Los parlamentarios habían dado el visto bueno a la reforma de la Ley de
Fertilización, la cual permitía utilizar embriones humanos sólo en investigaciones relacionadas con la infertilidad. Para obtenerlos se utilizaba la misma técnica que
para clonar a la oveja Dolly, la cual saltó a la palestra de la actualidad científica
quince años atrás como gran avance de la ciencia en el ámbito de la clonación
de embriones animales.

Alexandr Melentiev - Gate in an Empire Aid. Expedition
Hasta entonces, Hache Solo había aguantado. Soportaba todo tipo de
exabruptos, malos gestos y desmanes de los superiores dirigidos contra su persona,
para minar su autoestima y disgregar su confianza en sí mismo.
En la Corporación, ocupar un alto cargo significaba formular juramentos
a principios oscuros y enmarañados, recibir privilegios que lo distanciaban de
forma insalvable de los estratos jerárquicos inferiores.
– ¿Qué te ha animado a interesarte por los de abajo, cuando sabes que
has de dedicar por entero las fuerzas a impulsar tu carrera? –decía uno de ellos
a su subordinado inmediato, en ejemplar conversación al borde de la piscina de
termo–burbujas. Esta había sustituido desde hacía años al conocido yacuzzi. La
sala exclusiva para grandes mandos corporativos disponía de diversos aparatos
de tecno-masaje, para dar tersura a las carnes de aquellos ejecutivos entrenados
para la contienda en comités y reuniones alrededor de una mesa, pero muy poco
habituados al ejercicio físico.
–No se equivoque, colega. Los de abajo nunca atraen mi atención más allá
de lo estrictamente necesario –contestaba el otro, al tiempo que se instalaba en
la máquina multi–táctil, concebida para estimular la sensibilidad corporal.
–Entonces he de pensar –comentaba el de mayor rango, mientras salía del
burbujeante baño– que le ha impulsado otro motivo para dar el visto bueno al
informe Roscow, de su subordinado Antúnez. Yo lo rechacé y se lo remití a ese…
Rótula para que lo archivara en la papelera.

Destiny Awaits, Jomblang Cave, Indonesia
–Claro… quise que el mismo Antúnez se preparase su tumba. Le impedí
que viera lo inconveniente que resultaba el informe a los ojos de usted.
–No le quedarán ganas de demostrar que es competente… nunca más
–concluyó el otro.
Aquella muestra de desdén hacia la iniciativa individual tenía una sola
explicación: la antipatía personal que causaba en aquellos dos el desgraciado
Antúnez. Este no hizo nada especial para merecerlo, solo que no le acompañó
la suerte.

Dive of my dreams. Image by Joel Penner
Obviamente, todo aspirante a un nivel superior en el sistema debía dominar
magistralmente los recursos propios del trepador, tener el estilete afilado y
a punto, potenciar sus cualidades innatas de depredador, su olfato de rastreador
del éxito, en fin, para obtener algo muy preciado, esencial: el favor del jefe.
Hache Solo sintió un deseo irrefrenable de acabar con todo, de romper barreras
antes infranqueables, de acceder a niveles altos, muy altos, en la Corporación.
El modo de llevarlo a cabo era una idea que se debatía en su mente intentando
cobrar forma.
¿Cuándo llegaría el momento?

Atardecer impresionista2
La mañana lucía espléndida. Los brotes herbáceos sobre la tierra oscurecida
por la humedad cubrían el suelo con una llamativa gama de tonos de un verde
intenso que se extendía por toda la dehesa.
Hache podía admirar aquella hermosa panorámica desde el ventanal
Norte del salón, el mirador donde se retiraba para abstraerse de lo mundano y
olvidarse del paso del tiempo.
Tuvo suerte al encontrar aquel piso –«… de orientación justo en el eje Norte-
Sur, de modo que nunca recibe el sol de lleno. Eso en verano se nota» –decía el
anterior propietario – … Y en invierno se caldea enseguida, ya lo verá…
Su casa era de las pocas satisfacciones que le había deparado la vida a
Solo en los últimos tiempos.
Otra de ellas era su hijo Natham de tres años, fruto de su matrimonio con
Claudia, Bióloga con plaza fija de profesor numerario en la Universidad Autónoma
de Madrid, donde la había conocido hacía una década siendo ella alumna de
segundo curso. Él estudiaba cuarto de Ciencias Físicas.
Se casaron tras un corto noviazgo, en la Capilla de Nuestra Señora del
Séptimo Cielo, perteneciente a La Puebla, la ciudad de provincias donde ella
nació.
No se puede decir que el matrimonio fuese aplaudido por las respectivas
familias. Los padres de ambos pensaban que era demasiado pronto para atarse el
uno al otro. Habrían deseado que los dos jóvenes esperaran algunos años más, con
la idea de que el tiempo les haría madurar, ser más serenos, no tomar decisiones
precipitadas… Hache y Claudia estaban bien seguros de sus intenciones respecto
a llevar una vida en común y el matrimonio les había parecido una estupenda
decisión desde el principio, así que las dos familias hubieron de pasar por el aro
de ellos y olvidarse de prejuicios.

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Monumento Natural de Ojo Guareña. Ermita de San Tirso y San Bernabé.

Pero cuando hubo transcurrido el primer año de casados y no había llegado
aún la descendencia la pareja volvió a sentir presiones.
Ofelia, la madre, lo apremiaba:
–Hijo, un matrimonio como Dios manda debe consumarse trayendo
hijos al mundo, ¡como Dios manda! Por experiencia te digo que las parejas sin
hijos no son estables. Acuérdate de tu prima Encarna, que a los pocos meses de
trasladar su residencia a Barcelona por el trabajo de Eduardo, decidió separarse
«amistosamente» ¿Y qué hizo luego? Volvió a Madrid y está viviendo sola; a sus
treinta y ocho años y sin el calor de unos hijos que la hagan compañía…
–Estoy seguro de que no lo lamenta. Ese patán de su ex marido le hacía
la vida imposible.
–Hijo, qué descortés eres. Si te llevabas muy bien con él…
–Eduardo era un machista y un reprimido. Su mala leche se debe a
frustraciones personales.
–Si hubieran traído hijos al mundo se habrían sentido más unidos, Hache.
No lo dudes.
Se hallaban en casa de la madre, un piso del distrito de Retiro, en un edificio
clásico del Madrid de clase media acomodada. Lo había heredado de su difunto
marido, un militar del Cuerpo de Artillería que alcanzó el rango de Teniente-
Coronel de Zapadores.

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Aquella tarde Ofelia había llamado a su hijo con la intención de ir a una
tienda de antigüedades del polígono Sur para luego tomar café y torteles en la
casa del Retiro. A Hache le había parecido que no podía rechazar el ofrecimiento.
Su madre deseaba decirle algo. Lo sabía.
–Los hijos… Mamá, no dramatices, que te conozco. No es que no queramos
tenerlos, es que aún no han llegado. Hace tiempo que lo estamos intentando.
–Hijo mío, hay casos en los que es necesario… someterse a… la prueba–.
Doña Ofelia evitaba mirarle directamente a los ojos.
– ¿Te refieres a que uno de los dos puede ser infértil? ¡Vaya tontería!
–Id al médico –insistió ella–. Ante todo hay que asegurarse…
–Déjate de chorradas mamá y olvida tus manías. Claudia y yo lo deseamos
más que tú.
–Tu tía Berta también se lo tomó con calma… y no fue madre hasta
los treinta y cuatro. Nunca encontraba el momento adecuado –exclamó.

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Doña Ofelia, y se ajustó el camafeo de aguamarina que llevaba prendido
en la chaqueta.
–No estamos dando largas al asunto mamá. Simplemente no ha llegado
el momento –Hache acariciaba el lóbulo de su oreja izquierda; lo hacía cuando
se sentía incómodo, como un acto reflejo.
–A mí me parece que no estáis por la labor… exclamó ella con tono algo
compungido.
Ofelia se dirigió hacia la puerta y cogió el bolso. Se repasó el lacrimal con
un extremo del pañuelo, el cual no se humedeció.
–Bueno, hijo. Debemos salir ya o la tienda cerrará…
Hache conocía muy bien a su madre. Interpretaba el papel de madre doliente a las
mil maravillas. Y es que cuando algo la contrariaba, Ofelia utilizaba los recursos
necesarios para acabar con la contrariedad; y por su santa sangre que practicaría
la guerra psicológica para animar a su hijo a hacerla abuela.

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Natham vino al mundo un ocho de Noviembre. Hache estaba harto del trabajo
y reflejaba el cansancio psíquico que le acompañaba desde que entró en la Corporación
hacía dos años.
Horas después del acontecimiento, Hache contemplaba cómo dormía su
hijo al lado de la madre. El deseo de que Natham alcanzara el éxito en la vida
era un objetivo que veía realizable, sólo si, si él como padre fuese capaz de…
bueno, algo debía hacer sin perder un momento. Dentro de sí había algo, un
presentimiento que le decía que tarde o temprano la solución iba a llegar.
El mismo día del nacimiento de Natham, Hache se había quedado embobado
ante los titulares del periódico:
–«Clonación de humanos: ficción o realidad»
Transcurridos unos pocos segundos, el germen de una idea se abrió paso
en su mente.

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Desde el momento en que la Ley de Fertilización Humana y Embriología fue
reformada, se intentó avanzar en investigaciones sobre clonación humana
con fines terapéuticos; sin embargo eso estaba condenado a ser un proceso
lento, con tantas trabas como había por consideraciones éticas. A pesar de
ello, se desplegó una actividad febril. Se crearon cátedras ínter universitarias
para impulsar las técnicas, crecieron por doquier asociaciones para el estudio
de la Biología Reproductiva y comisiones para asesorar al gobierno, como
la de Reproducción Humana por Clonación. Los Centros de Reproducción
Asistida fueron adaptando sus equipos técnicos y humanos a los nuevos
horizontes.
En las universidades se dio prioridad a los proyectos de investigación
genética. Las cátedras reorganizaban los trabajos de doctorandos y personal investigador.
Se orientaba todo esfuerzo a la rápida consecución de resultados. El
objetivo: la «célula protoembrionaria», la que daría pie al cultivo posterior de los
paneles de embriones en crecimiento. En cada panel se cultivaban una docena de
embriones humanos, que podían desarrollarse plenamente con una probabilidad
de éxito del ochenta y cinco por ciento. El quince por ciento de fracasos pasaban
a «Clasificación doble M» o modo minorante.

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Todo este sistema, en apariencia bien organizado y controlado, adolecía de debilidades
en algunos eslabones de la cadena, la cual estaba formada, entre otros, por
el director del Centro investigador que desarrolla la idea, el equipo que la pone
en práctica, organismos de la Universidad en cuestión que rigen los proyectos,
los aprueban, modifican o suspenden… y también por aquellos elementos intermedios
que mediante la intriga y la especulación buscaban alternativas para
mejorar su status socioeconómico; delincuentes de la ciencia agazapados a la
espera de una oportunidad.

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En este caso, el indeseable tenía por nombre Eric Van Möeller. Aunque
Sociólogo de carrera, su experiencia se forjó en el comercio internacional, donde
hizo fortuna con sus acciones delictivas que llevaba a cabo sin dejar huella. Las
autoridades nunca habían llegado a descubrir su implicación en el tráfico de
órganos, el comercio con drogas o el suministro de armamento nuclear, principales
fuentes de su riqueza.
Hache Solo conoció a Eric en la Universidad Autónoma de Madrid, allá
por los años de actividad del CLONA, el primer partido político que abogó por la
defensa de la clonación de embriones humanos y que contribuyó decisivamente
al desarrollo de la Ley de Fertilización y Embriología, la cual permitió la utilización
de dichos embriones para investigación terapéutica, pero descartaba cualquier
aplicación con fines reproductivos.

Van Moeller
Eric Van Möeller atrajo enseguida la atención de Hache. El facineroso
daba la imagen de un honrado luchador hecho a sí mismo. Hache veía en
Eric la figura de un triunfador al entender que el capital que había amasado,
creciente día a día, era fruto del denodado esfuerzo que entregaba a su negocio
de importación-exportación. Y compaginar eso con una carrera universitaria
suponía la culminación de un logro al alcance de pocos, según la escala de
valores de Hache.

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Lo que no sabía Solo es que su venerado amigo nunca había llegado a graduarse.
Que si llevaba ocho años en la Universidad no se debía a la dificultad de atender
una carrera, al tiempo que ejercía una encomiable labor como hombre de negocios
sano y próspero, sino a utilizar el Colegio Universitario donde se alojaba
como tapadera donde efectuar sus transacciones.
Por la habitación-despacho de Eric desfilaba toda suerte de personajes del
mundillo de los cambalaches internacionales: Traficantes de todo (estupefacientes,
alucinógenos, drogas de diseño…), mercaderes de partidas de carne, cereales y otros,
provenientes de países con dudosos sistemas de control de calidad. Cargamentos
de chatarra, aceros o productos químicos del mismo origen… En más de una
ocasión había intervenido en el comercio de armas, cabeza nuclear incluida, lo
que le había supuesto más de un enfrentamiento con representantes de la ley.
Pero era pingüe beneficio y además siempre salía indemne.
Para Eric, ver crecer su fortuna era su mayor motivación y el Colegio Bruni
le ofrecía el anonimato que necesitaba para obrar impunemente.

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El hecho es que campaba por allí a su antojo. La Dirección ofrecía a sus
internos la posibilidad de disponer de un ordenador personal en la habitación, conexión
a Internet, etc. El traficante gozaba de todas las facilidades para operar.
Así las cosas, Hache jamás sospechó nada de lo que tan hábilmente ocultaba
Van Möeller.
Cuando, después de su etapa universitaria, ambos separaron sus caminos
y Hache encontró trabajo en la multinacional, su amigo Eric representaba para él
la esencia del hombre admirable, recolector de éxitos a quien nada puede parar
en su camino hacia la cima del mundo.

Stefan Morrell - The Inevitable

Para Eric, quien celebró la licenciatura en Físicas de Solo invitándole a
un tentempié en el bar de la Facultad, su pobre amigo no suponía más que un
apunte borroso y breve en su vida.
–Acabará de ruedecilla en una multinacional o de Don Nadie en las entrañas
de algún Ministerio– dijo para sí cuando se despidieron tras el ágape.
Transcurridos siete años desde aquel adiós, Hache reflexionaba sentado
ante su escritorio de la división de Informes y Proyectos, mientras contemplaba
absorto a través de un ventanal los destellos producidos por el sol reflejado en
un edificio cercano, enteramente de cristal.
Enfrentado a su abismo, a un vacío existencial que le impedía continuar
con la misma rutina después de cuatro años de permanecer preso del
mecanismo, intentaba explicarse el por qué de su lento avance en aquella
enorme estructura empresarial de la que desconocía los ocultos resortes del
poder. Aquellos que tan hábilmente manejaban los grandes ejecutivos que
accionaban la maquinaria pesada. Se sentía más que nunca un pequeño
elemento rodante dentro de la Corporación, sometido a leyes absolutamente
quebrantables. Sus superiores le involucraban en temerarios proyectos,
haciéndole trabajar hasta la extenuación, para desacreditarle después por
alguna razón peregrina…

Stefan Morrell - Alpine Village
–»No, no lo has hecho bien. No seguiste nuestras instrucciones…»
Hache percibía habitualmente la sensación de que le confundían adrede,
de que le transmitían instrucciones incompletas que le llevaban a situaciones
críticas, a fin de demostrar si tenía las cualidades óptimas y el coraje que le
permitiera resolver arduos problemas. Para algunos elegidos, salir con bien del
fango suponía mejorar el palmito y cada vez se hallaban más cerca de la ansiada
promoción.(continuará)…

 

Esta historia está dedicada:

A todo aquel que sabe mirar a través de la superficie.
A los que valoran la belleza que guarda un corazón.
A los que permanecen ciegos ante fachadas deslumbrantes.
A los que resisten el arrastre de las corrientes.
A los que pueden sumergirse en el océano de un libro
y olvidarse del tiempo.
A quienes aún no se han dejado conquistar por lo evidente,
la murmuración o la crítica sin fundamento.
A los que aún no han sucumbido ante la falsedad,
al menos ante alguno de sus formatos.
A los que intentan conservar un criterio objetivo.
A los que saben escuchar.
A los que son capaces de conceder un minuto seguido de atención.
A los que admiten el diálogo.
A los que descubren cada día algo nuevo que hacer
sin gastar nada más que tiempo.
A los que desconocen marcas y modismos
y causan sorpresa con su ignorancia.
A los que hablan con cuidado de no hacer daño.
A los que dicen un «te quiero» recién salido del alma.

 

Y a todo aquel/aquella con un mínimo de sentido autocrítico.

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