El primer clon. Cap. 5. Nubes de tormenta.
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El primer clon. Cap. 5. Nubes de tormenta.

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(ver capítulo anterior) Sara carraspeó ligeramente con las mejillas aún enrojecidas por la risa.
Pero una vez pasó esta, su rostro se transformó y con la mirada fija en un punto indefinido de la pared dijo a su hermana:
–Mi ilusión era tener un hijo. Desde que pasó lo de Carlo… no me hago a
la idea de vivir sola, Claudia. Esta casa se me hace grande, y vacía.
El chalet fue adquirido a la constructora Fakirsa, en la que empezó a
trabajar como gerente el marido de Sara, Carlo Capossi, cuando se instaló en Madrid procedente de Roma.
Pertenecía a una urbanización de viviendas edificadas en lo que hasta hacía pocos años constituía un barrio suburbial conocido por El Huerto, poblado de casitas bajas de una sola planta, un vestigio del antiguo extrarradio de la gran ciudad.
Ahora, una franja de casi dos kilómetros se extendía formando un cuadrilátero sobre un terreno que el Ayuntamiento había sacado a pública subasta tras expropiar la colonia y realojar a los antiguos dueños.
No fue una casualidad que Fakirsa resultara adjudicataria. A Carlo Capossi
le unían fuertes relaciones con el Concejal Pablo Limpio, quien llevaba las riendas de Urbanismo desde que Carlo y Sara contrajeron matrimonio. Pablo asistió a la ceremonia, así como los recién casados hicieron acto de presencia el día del nombramiento del Concejal.

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Sara había vivido con sus padres en La Puebla hasta que le adjudicaron el
adosado de El Huerto. Llevaba catorce meses alojada en la casa pagada al contado con parte del dinero que le había dejado Carlo. Este falleció en accidente de circulación dos años antes, al salirse de una curva cuando iba a ciento ochenta kilómetros por hora al volante de su Ferrari F60 recién estrenado.
Aquella tarde mientras conversaba con Sara en el jardín, Claudia pretendía
evitar el recuerdo de Carlo pero Sara se anticipó:
–Tenía muchos proyectos y adoraba su trabajo en la constructora. Él demostraba tanta ilusión como yo por tener un hijo. Quizá esperamos demasiado.
–Pero si llevabais muy poco de casados ¿Cuanto? ¿Dos años?
–Demasiado tiempo.
–Mira. No tienes que arrepentirte de nada. Deberías centrarte y pensar
en tu futuro.
–Es lo que me preocupa. Precisamente este mes con el Jardín de Infancia
he podido cubrir gastos pero nada más. No gano nada. El mes que viene no sé que ocurrirá, Claudia –le tembló levemente la voz–. Sabes que las dos guarderías que abrieron en el último año en El Huerto me están obligando a reducir personal. Ahora me quedan dos empleadas y no sé por cuanto tiempo.
–Me consta, hermana. Llevo varias semanas viniendo aquí a echarte una
mano, pero…
–Y te lo agradezco de veras, Claudia. No sabes cómo me ayuda tenerte
cerca–. Tomó las manos de la hermana entre las suyas y la miró con ternura.
Claudia habló sonriendo.
–Quería decirte algo que hasta ahora no me había decidido a comentarte
–dijo pausadamente–. Carlo era de familia riquísima y el único
heredero. Sería lógico pensar que tendrá un patrimonio importante a su
nombre en Italia.

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–Nada de eso Claudia. Su madre y él estaban enfrentados. Cuando vino a
Madrid se encontraba desheredado, sin propiedades ni rentas; nada –hizo una pausa y respiró profundamente–. La madre le lanzó un ultimátum de modo que
si no regresaba a Roma lo perdería todo. Y así ocurrió.
–Es increíble ¿No me dijiste que su padre lo adoraba, que lo tenía en un
pedestal?
–Carlo tomó una determinación cuando vino aquí: empezar por sí
mismo sin tener a su familia detrás. Quería demostrar a todos que era muy
capaz de arreglárselas él solo. Esto contrarió a su padre, pero en el fondo Don Luciano comprendía bien los planes de su hijo. El problema es que la familia de la madre, los Fabrizzi, ejercen una tremenda influencia en los organismos oficiales italianos, de los que depende Don Luciano para desarrollar con éxito sus negocios tan ligados a impuestos y licencias estatales. En su celo por evitar enfrentamientos con su familia política, Don Luciano renunció a defender a su hijo. No quiso correr riesgos pues los Fabrizzi tienen ojos y oídos en todos los rincones y temía que descubrieran cualquier maniobra por su parte para favorecer a Carlo con dinero, tierras o cualquier otro bien. Aunque estoy segura de que ha tenido que sufrir profundamente la muerte de Carlo y su anterior pasividad le estará torturando.

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–Y ahora que ha muerto su hijo ya no querrá ni oír hablar de la viuda– intervino
Claudia, enérgica–. Sigue dispuesto a no ceder un ápice en su carrera hacia
el enriquecimiento infinito. ¿Qué supondría para él enviarte todos losmeses una cantidad? No creo que los Fabrizzi detecten algo de tan poco calibre.

–Tiene las manos atadas. Y yo no haré nada para buscar compensaciones
económicas. Superaré por mí misma esta mala racha y sacaré adelante la guardería.
Se lo debo a Carlo.
–Me encanta que tengas esa fuerza interior, hermana –Claudia se levantó
del sillón, se acercó a ella y la abrazó fuertemente. Las lágrimas afloraron humedeciendo
el verde aguamarina de sus ojos.
–En fin, no puedo quejarme demasiado –reconoció Sara–. Carlo me dejó
lo suficiente para comprar esta casa y montar mi negocio. Mantendré el Jardín de Infancia, Claudia.
Carlo Capossi nació en la Toscana Central, en San Gimignano, la ciudad de las torres medievales. Vino al mundo dotado con ese aire extrovertido irresistible que acompaña a algunas personas y les permite tomarse licencias vedadas para otros. El padre de Carlo era el dueño de una fábrica de vidrio, tres hoteles en Roma y numerosos locales comerciales repartidos por la Toscana. Tal como había sido criado su único hijo, este disponía de todo lo necesario para haberse visto convertido en un vago redomado, un parásito niño de papá como muchos otros que Carlo tan bien conocía, antiguos compañeros de carrera que acudían
a las clases con sus Ferrari, pisando el acelerador y provocando el chirrido de los neumáticos no fuera a ser que el deportivo color rojo fuego por sí solo no llamara la atención.

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Carlo rehuía el contacto con esa gente. Para él, la vida era ya de por sí muy gratificante como para tener que recurrir a esos espectros y fantasías en las que los otros se sumergían cada vez más buscando las máximas emociones.
Carlo disfrutaba elaborando proyectos de apertura de nuevos Hoteles.
Deseaba dar continuidad a uno de los múltiples negocios de su padre, se sentía
identificado con él. Luciano, hombre hecho a sí mismo, había comenzado su
andadura en la vida soplando vidrio en una fábrica de Siena, al tiempo que picaba
en Carrara subido a enormes bloques de mármol, para terminar al cabo de veinte años (a sus treinta y tres) convirtiéndose en dueño de la fábrica y propietario de una concesión de explotación de la cantera.
Don Luciano adoraba a su único hijo y le colmaba de atenciones, pero
Carlo deseaba iniciar su propia andadura por la vida, así que decidió anunciar a todos que partiría hacia España para establecerse en Madrid. Allí empezaría desde cero en el negocio de la construcción, el que le resultaba más atractivo y donde se sentía seguro de conseguir logros importantes. En un principio había rechazado la ayuda que incondicionalmente le había ofrecido Don Luciano en forma de acciones de Fakirsa. Sin embargo, su padre había insistido de tal maner que Carlo terminó por hacerle una pequeña concesión. El dueño de Fakirsa era un buen amigo.

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–Ramón te atenderá gustoso y te acogerá en su casa. No te quepa duda que si te esfuerzas lograrás hacerte un sitio en su empresa. Accederás al Consejo siempre
que Ramón haya visto en ti un digno sucesor de tu padre. Permíteme que haga esto por ti, ya que no he sido capaz de… enfrentarme a la mamma. Los Frascatti son poderosos… ya sabes. –A Don Luciano casi se le saltaban las lágrimas. Carlo pensaba que no le costaría nada aceptar la ayuda de su padre y darle una satisfacción.
Lo que daría porque su madre le hubiese demostrado el mismo cariño.
Carlo nunca llegó a entenderse con ella. Antonia Frascatti tuvo la fortuna de ser hija de un aristócrata de Padua, enriquecido con el comercio de la seda y propietario
de uno de los mayores patrimonios privados de Italia, con una liquidez
en cuentas bancarias superior a las diez cifras, todo en dólares.
–Il mio piccolo, –manifestaba la madre en su mansión dieciochesca de
Padua, poco antes de partir Carlo–. ¿No ves que estás renunciando a administrar
un patrimonio que ha costado a la familia más de cincuenta años levantar? Sabes que nunca dejaremos el control en manos de terceros, ajenos al auténtico valor
que supone para nosotros –Antonia se levantó de su asiento dándole la espalda–.
Si te vas perderás tu lugar entre los Frascatti –añadió con la mirada perdida en un gran óleo de Canaleto.
–No hay que exagerar madre. Hoy en día encontrareis docenas de ejecutivos preparadísimos para llevar a buen puerto vuestros negocios y administrar las propiedades. Lo que pretendo es emprender una nueva vida; aunque, y esto quiero que lo entiendas bien, ello no supone romper con la familia. Nos veremos con cierta asiduidad.
–Para mí, si te alejas de nosotros es como si dejases de existir –dio media
vuelta con rapidez–. No tengo nada más que añadir –declaró, cortante.

-(continuará)

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